Desigualdad en Chile
Una de las problemáticas estructurales que han buscado solucionar los programas de gobierno en los dos últimos períodos presidenciales en Chile es la desigualdad en la distribución de la riqueza. Si bien es cierto, los indicadores demuestran que nuestro país sufre una desigualdad aberrante en este sentido, una de las brechas más grandes del mundo si comparamos sólo los ingresos del 10% más rico versus el 10% más pobre (en 2011 la diferencia entre ambos segmentos era una relación de 35 veces considerando sólo el factor trabajo y de 22 veces si consideramos los subsidios del Estado a los más vulnerables), convengamos que la desigualdad de oportunidades, la desigualdad de género o la desigualdad de acceso (al trabajo digno, educación, salud, etc.) son también factores claves que, en concomitancia con la desigualdad en el ingreso, impiden a la gran mayoría de los chilenos alcanzar niveles de bienestar que estén acordes a los indicadores macroeconómicos que exhibe el país a la comunidad internacional.
Este
problema es esencialmente ético – moral, aunque no se quiera analizar desde
esta perspectiva. Desde los ámbitos políticos y empresariales, cada vez que se
puede, se trata de maquillar los datos con tal de no atacar la desigualdad con
la profundidad que merece.
Es un tema ético, en cuanto al trato de las personas - seres humanos - como
iguales y de manera justa; y moral, en el sentido valórico de quienes integran
el selecto y marañado círculo de poder, que ven como sus intereses personales
se superponen a los intereses del colectivo, por un lado y, por otro, ven
construir fortunas sin la correcta retribución al esfuerzo de sus colaboradores.
Las
autoridades tienden a influir en la percepción de las masas – cada vez con
menor fuerza – haciéndolas creer que la economía “va bien”, que el desarrollo
económico está a la vuelta de la esquina o que el ingreso per cápita está casi
al mismo nivel que las economías europeas del Mediterráneo. Argumentos arteros
que son tibiamente respaldados por las cifras de crecimiento que ostentan los
grandes capitales nacionales, cifras que han impulsado a que algunos insensatos
empresarios hayan calificado a nuestro país y su gente como “jaguares de
Latinoamérica” o “ingleses de Latinoamérica”, adjetivos calificativos no menos
desconcertantes, teniendo presente los niveles de pobreza extrema que no se han
resuelto, el acelerado e imparable endeudamiento de las clases asalariadas, el
arraigado descontento social y la extrema concentración de la riqueza que ha
vivido, vive y, probablemente, seguirá viviendo el país, si es que no se hace
algo al respecto.
Las
defensas corporativas son mucho más férreas que antaño y utilizan el aparato
político para resguardar sus intereses y así acallar las voces que buscan
discutir o poner en el tapete las reformas a la educación, al sistema laboral o
al sistema tributario, entre otras. Por ejemplo, consultado en 2011 el ministro
de Hacienda de la época, Felipe Larraín, sobre la reforma al sistema
tributario, éste lo catalogó más bien como un “perfeccionamiento tributario”,
expresando que no cambiaría en lo medular. Hoy, cuando la presidenta Bachelet
anuncia un cambio en la conformación de su gabinete y solicita a sus ministros
sus respectivos cargos para una
evaluación, el presidente de la Asociación de Bancos e Instituciones
Financieras, Jorge Awad, expresa la necesidad imperiosa de cambiar al ministro
de Hacienda, Alberto Arenas, principal impulsor de la Reforma Tributaria, con
tal de enviar una señal al mercado de “estabilidad”, que permita el
crecimiento. Y sucedió, con efectos aún por vislumbrar. ¿Irá a tener una
modificación medular esta reforma?
Del
mismo modo, estas defensas corporativas oprimen las voces disidentes que
pretenden encontrar una solución alternativa a la generación de energía, o que
buscan que el país dé, por una vez por todas, el paso siguiente en materias de
investigación científica, que permita generar productos con valor agregado para
no sólo tener que transar materias primas para obtener recursos económicos. En
este sentido podemos mencionar a la industria más importante del país: el
cobre, la que ha permitido que las empresas privadas ligadas al área presenten
más de 80% de utilidades en los últimos años, con un gravamen prácticamente
irrisorio, que de paso, desincentiva la investigación, la generación de
conocimiento, además de estropear el medio ambiente. El escenario es utópico
para las empresas, ya que el Estado permite que la empresa privada de la
minería obtenga una rentabilidad de 60% después de impuestos. Según los profesores de la Facultad de Negocios de la Universidad de Chile,
Ramón López y Eugenio Figueroa, “si se gravara a la industria privada del cobre
de la misma manera que se grava a CODELCO, podríamos duplicar los ingresos
tributarios”. El sistema estimula la extracción de minerales por sobre productos
manufacturados, de eso no cabe duda y el mundo académico así lo hace presente,
pero ningún político quiere tomar la iniciativa para promover una industria con
mayor investigación. En tanto, en el
caso de la industria acuícola, el segundo sector productivo del país, no
debemos olvidar que hace un par de años, en la administración del presidente
Sebastián Piñera, el Congreso aprobó la ley que faculta a tan sólo 7 familias
más influyentes a extraer los recursos pesqueros.
Entonces, en el contexto del diferendo que enfrenta actualmente a Chile con
Bolivia en los tribunales de La Haya por un acceso soberano al mar de estos
últimos, ¿de quiénes son realmente los recursos nacionales?
Por
otra parte, el temor a una reforma al Fondo de Utilidades Tributarias (FUT) aterró
a los propietarios de los grandes capitales, pues un endurecimiento en el
cumplimiento del espíritu para el cual fue creado provocaría un gran detrimento
en el patrimonio privado, pues o se invierten estos recursos financieros o se
retiran, con su respectivo gravamen. López explica que el correcto gravamen al
FUT permitiría financiar una educación gratuita y de calidad sin mayores
inconvenientes presupuestarios.
De hecho, López afirmaba ya en 2011 que la ley tributaria había permitido a los
más ricos del país no pagar impuestos por más de 20 mil millones de dólares,
con lo cual se podría financiar completamente la Reforma Educacional, con todos
sus ápices.
Chile
es un país de desigualdades y contrastes por antonomasia, dado esto por su
geografía, por su configuración etnográfica o por sus recursos naturales, tan
heterogéneos como extremos. Y, lamentablemente, también lo es por su estructura
socioeconómica, la más desigual y equidistante de todos sus claroscuros. Es por
ello que la solución a la desigualdad económica surge como eje trascendental de
las políticas de gobierno, especialmente en período de campañas, pero a medida
que pasa el tiempo se transforma nuevamente en un tema baladí. El alto interés
que causan las reformas o las medidas que buscan discutir una solución real a
los problemas distributivos, tanto dentro de los círculos académicos como, por
cierto, en la población en general, son atacados y ridiculizados con vehemencia
por operadores corporativos, los llamados nuevos “lobbistas” o “gerentes de
asuntos corporativos”, que no son más que representantes de asociaciones
gremiales y grandes empresarios con intereses creados. Pero también, estos
atisbos de transformaciones emanados desde el corazón de la sociedad, son atacados
con firmeza por representantes de los partidos políticos, que han demonizado,
históricamente, la búsqueda de una mejor distribución de la riqueza, apelando a
que se puede frenar la inversión y, con ello, la pérdida de capitales, por lo
que buscan mantener el status quo a este respecto. Nunca es un buen momento
para hacer un ajuste en este sentido.
El
peligro que puede observar el ciudadano de a pie es que el financiamiento de la
política viene de aquellos que tienen el control de mercados altamente monopólicos
u oligopólicos, que se han hecho multimillonarios a cuenta de la escasa
competencia.
Se discuten estas reformas transcendentales con una carga enorme sobre los
hombros de gran parte de quienes deben legislar, lo cual provoca malestar y
ésta se expresa a través de movilizaciones que buscan lograr cambios
estructurales, como los que se necesitan en educación y salud. Sin embargo, hoy
se sabe, se analiza y se genera una opinión mucho más crítica y decidida, lo
cual empodera a la población para exigir sus derechos.
Esto
último ha sido posible, en gran medida, gracias al acceso a mayor información a
través de Internet, las redes sociales y la investigación periodística
independiente, que han facilitado al común de la gente enterarse de situaciones
que en otras épocas estaban absolutamente vetadas para la opinión pública, como
la conformación de los directorios de las empresas o la vinculación entre el
mundo empresarial y político, por ejemplo.
Hoy existe un movimiento social mucho más articulado que los de antaño, con un
mayor poder de convocatoria y alcance en la retórica, producto de las
herramientas que entrega el mundo digital.
Aunque
Chile ha tenido problemas de desigualdad social desde principios del siglo
pasado, el Gobierno Militar no hizo más que sentar las bases para la metástasis
de este cáncer social, con la implantación de un modelo económico que no ha
hecho más que maximizar estas diferencias siderales a través de mercados
concentrados en muy pocos actores, desincentivando la libre competencia.
Tampoco la vuelta a la democracia aportó a la “democratización del acceso”, de hecho muy por el contrario. Los
gobiernos de Eduardo Frei y de Ricardo Lagos consolidaron la posición de
hegemonía de los grandes conglomerados nacionales y extranjeros, brindándoles
garantías, prerrogativas y facilidades varias para que pudieran “impulsar el
crecimiento” sin mayores obstáculos.
La
discusión con altura de miras genera debate, el debate conocimiento y el
conocimiento desarrollo, no tan sólo económico, sino que tipos de desarrollos
aún más importantes como el intelectual o el cultural. Sin embargo, como ya
hemos recalcado, la discusión es frenada y castrada en nuestro país, cuando los
intereses económicos de los grandes conglomerados se pueden ver afectados a
corto plazo, porque no nos detenemos a analizar el largo plazo. Nos estamos
transformando en una sociedad (personas, empresarios, gobiernos) cortoplacista,
motivados quizá por esta orientación al logro que han impuesto las empresas a
sus trabajadores, que buscan resultados casi inmediatos para tener un retorno, sin importar qué es lo
que va a suceder mañana. Y esta cultura del cortoplacismo se está extrapolando
al sujeto, a la familia, al quehacer social. Queremos ganar dinero rápido,
ponerlo a “trabajar”,
y vivir de los intereses, sin preocuparnos de los costos, especialmente
sociales, que este tipo de decisiones conllevan. Y una vez que se logra este
objetivo vamos transformándonos en pequeños burgueses y luego en grandes
empresarios, olvidándonos de entregar algo a cambio por el regocijo que
experimentamos producto de las actividades empresariales realizadas, insertándonos
en este círculo vicioso de consumo ilimitado.
Esta
conjunción entre descontento social, desilusión con el sistema (burocrático,
legislativo y judicial) y la necesidad de cambios estructurales en el más breve
plazo, están transformando la coyuntura sociopolítica en un caldo de cultivo
que puede desencadenar en movimientos sociales mucho más agresivos. Y el
descontento más a flor de piel es el que tiene relación con las diferencias
abismantes entre quienes ganan más y quienes ganan menos. Más aún, la diferencia
entre el 99% de la población (16.757.192 habitantes en 2011) y el 1% (168.893
habitantes, quienes ganan 2 millones de dólares anuales).
Y si queremos ahondar en este tema, la diferencia que existe actualmente entre
quienes controlan el poder económico y tienen mayor patrimonio (0,01% de la
población, la cual gana 11 millones de dólares anuales) y el resto de chilenos.
Grupos económicos fuertemente vinculados, la gran mayoría de ellos, a la
historia de oligarquía terrateniente de la época de la Colonia.
Por
último, un factor no menos importante es el análisis de la metodología que
actualmente se utiliza para la obtención de datos para medir la desigualdad en
nuestro país, la cual es débil, inexacta y no refleja realmente la brecha socioeconómica
que existe entre los distintos chilenos y chilenas, de las distintas zonas del
país. La concentración de la riqueza es mucho peor de lo que nos quieren hacer
ver, siendo que aun así ya es una de las más poco redistributiva del mundo.
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